Lo que
diferencia al hombre del animal es que el hombre es un heredero y no un mero
descendiente.
José Ortega y Gasset
Parada justo al borde del espigón, intenté recordar la
última vez que estuve así, absorbiendo de una sola vez, como ante un cuadro; el
conjunto de los pilotes del muelle viejo que han sobrevivido a tanta agua; la
línea del horizonte que se perdía a lo lejos sin dejarme definir cuando
empezaba el cielo y terminaba el mar; las medusas que pululaban entre las
piedras de la orilla;
y mirando a mi derecha, los pocos botes que permanecían inmóviles en el Canal de Refugio. Apenas pude rescatar algunas escenas por aquí; recuerdos por allá, de cuando era niña y mi mamá me llevaba con sus amigas y yo aprovechaba en el camino algún descuido suyo para encaramarme en aquel cañón tan antiguo al que le faltaba casi la mitad de la pieza, y que todavía sigue en el mismo lugar, como un guiño de aquellos tiempos en que el Sumidero de Batabanó requirió algún tipo de protección contra los ataques de piratas –bueno, al menos eso era lo que me contaba mi papá.
y mirando a mi derecha, los pocos botes que permanecían inmóviles en el Canal de Refugio. Apenas pude rescatar algunas escenas por aquí; recuerdos por allá, de cuando era niña y mi mamá me llevaba con sus amigas y yo aprovechaba en el camino algún descuido suyo para encaramarme en aquel cañón tan antiguo al que le faltaba casi la mitad de la pieza, y que todavía sigue en el mismo lugar, como un guiño de aquellos tiempos en que el Sumidero de Batabanó requirió algún tipo de protección contra los ataques de piratas –bueno, al menos eso era lo que me contaba mi papá.
Allí descubrí que estaba equivocada cuando les decía a mis
amigos que el mar seguía siendo el mismo que veía casi cada día en el muro del
Malecón; que para mí el cambio solo había significado un traslado de domicilio
desde el sur hasta el norte de la región habanera. Y no es el mismo, no se ve
ni huele igual. Sentí como si un olor ¿más limpio?, ¿más salado?, ¿más
conocido?, me inundara toda y despertara aquellos recuerdos de niñez ligada a
este litoral; de una sola vez, para demostrarme que aquel era mi mar, mi pedazo
de costa; a pesar de la distancia, de los años que habían transcurrido desde la
última vez que me senté entre las piedras para dejar pasar el tiempo mirando a
lo lejos, intentando discernir entre el cielo y el mar las aletas de aquellas
toninas que a veces se acercaban lo suficiente como para dejarme imaginar miles
de aventuras.
Y no sé por qué recovecos de la memoria me puse a tararear esa
canción de Silvio que no tiene nada que ver con el mar; pero sí trata mucho de
las raíces, de las esencias que te forman y te hacen ver y asumir la vida desde
un punto específico de partida. Aquella que dice que soy de donde hay un río, de la
punta de una loma, de familia con aroma a tierra, tabaco y frío. Soy de un
paraje con brío, donde mi infancia surtí. Y cuando después partí a la ciudad y
la trampa, me fui sabiendo que en Tampa, mi abuelo habló con Martí…
Y por supuesto que no soy de donde hay un río, ni mi abuelo
habló con Martí en Tampa. Pero siempre he sentido que esa canción habla de mí,
porque crecí oyendo retazos de la historia de mis abuelos y sus padres,
aquellos mayorquines e isleños que vinieron un día en busca de un mejor futuro
y terminaron asentándose en esa costa sureña de La Habana donde, desde los
tiempos de la colonia, se vive una rutina y una vida no necesariamente regida
por los destinos dictados desde la capital del país. La experiencia de vida de
mi abuelo, digna de una novela de sobrevivientes –y lo digo con orgullo-, me
ayudó a crecer sintiéndome parte de una historia que me trasciende a mí y al
feudo chiquito que es mi familia.
Es increíble que hayan pasado tantos años desde entonces, en
que llegaba a casa de mi abuela y no paraba hasta abrirle el escaparate y
hacerle sacar el pequeño cofre con las fotografías “de antes”, y la veía aparentando fastidio
cuando yo le pedía, una y otra vez, que me contara de aquellos que salían
fotografiados; gente a la que nunca había visto, pero a quienes sentía tan
familiares como a mis primos que vivían en la casa de enfrente. Si me dejaban,
podía pasar horas oyéndola contarme de su juventud, y cómo con su carretón de
hermanas –si mal no recuerdo eran como seis mujeres y dos varones- se atildaban
para ir a esperar el barco que llegaba todos los días al muelle a la misma
hora; las anécdotas sobre su papá –mi bisabuelo- timonel famoso y campeón de
regatas, que de tan flaco, tan
hiperactivo y tan mal genioso se ganó el sobrenombre y nos bautizó a todos los que vinimos luego como los Gordura; o viendo la forma en que le
brillaban los ojos ante una pregunta indiscreta, ¿y cómo se hicieron novios?,
¿abuela y cómo era ser la novia de abuelo, si él siempre estaba en el mar?
[Sí, ya sé, eso del oficio de historiadora me vino muy bien para justificar mis
tempranos impulsos chismográficos].
Pero lo que siempre se me quedó grabado fue esa sensación
–no sé si llamarle conciencia- de pertenecer,
de saber o intuir que era parte de una historia que había comenzado
mucho antes de que yo naciera y que había ido dándole forma y sentido a un
espacio que ya ocupaban otros antes de mí. Sé que en aquel entonces no lo
pensaba exactamente así – por supuesto- pero lo sentía de alguna manera, y me
gustaba caminar por las calles de mi pueblo y reconocer las antiguas zanjas por
donde circulaban las chalupas de los pescadores que había visto en las
fotografías del museo; pararme frente a aquellos pilotes del viejo muelle y
saber que por ahí mismo se había ido José Martí un día para ir a su destierro
interno en la Isla de Pinos; o ponerme a tararear las notas –por favor,
perdonen la cuadratura de mi oído musical- de aquel Vals sobre las Olas de Juventino Rosas que, demostrado
científicamente, había compuesto en Batabanó,
poco antes de morir allí mismo en la clínica del Rosario.
Parada justo al borde del espigón, atragantándome de tanto
mar y olor a salitre me pregunto ahora cómo fui capaz de olvidar, engavetar,
anquilosar aquellas sensaciones, y pretender –como lo he hecho durante estos
últimos años en que he vivido en el extremo norte de la provincia- que soy una
mujer “desarraigada” y “trashumante”, con pocas amarras que me aten a tierra,
si soy toda raíces, desde la punta del dedo gordo del pie hasta los ojos con
que miro la vida. Cómo pude pensar que con un mero cambio de domicilio uno deja
atrás lo que te dejaron quienes te antecedieron; cómo fui tan tonta de creerme
una simple descendiente, en lugar de lo que en realidad soy: la portadora de un
legado, de una herencia que no solo debo conservar y transmitir a mis hijos y
sus hijos, sino enriquecer y multiplicar.
De la otra parte de mi familia también tengo mucho de qué
sentirme orgullosa, pero esa la dejo para otro momento, sino ¿cómo alimento la
saga?...
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