Imaginen este escenario a medianoche, y se acercarán un poco a lo que les hablo |
Si yo fuera un personaje de Subiela o de esas películas
argentinas al estilo de Nueces para el
amor, diría que anoche, por primera vez en mucho tiempo, sentí que
recuperaba la capacidad de volar. Si no fuera un personaje de Subiela, no
tendría otra manera de describir cómo me sentí en el Carlos Marx bailando con
los Van Van y tarareando y disfrutando mis
canciones de Silvio Rodríguez.
No sé, y la verdad es que tampoco me interesa mucho, qué
piensan los cinéfilos noctámbulos que esperaban tal vez una propuesta menos
“popular”, pero confieso que para mí esta noche del 4 de diciembre fue,
sencillamente, perfecta. Por no dejar de tener, hasta dramaturgia y cadencia
cinematográfica hubo, con introducción, desenlace/clímax y epílogo.
¿A alguien se le ocurre una idea mejor para comenzar que
hacerlo al ritmo de los Van Van, el de aquellas canciones de los 70 que yo, que
ni había nacido cuando aquello, me las sé de memoria de tanto oírlas en la casa
y cualquier lugar de este país? Eso mismo pensó Alfredo Guevara, porque propuso
inaugurar el festival poniendo aquel teatro a bailar desde el primero hasta el
último butacón. Para ser honesta, las mejores canciones siguen siendo aquellas
iniciales. ¡Ay!, Formell, Felicítame
y dame el Guararey de Pastorita antes
de decirme Chirrín chirrán, en mi
opinión nada las supera. Pero mejor fue ese sentimiento que me empezó a
recorrer desde una mano a la otra del deseo de tener allí a mis vanvaneros
favoritos, a mi papá, a mis primas de
Guanabacoa -la mata de la sandunga
y la subsede permanente del casino- que
me enseñaron a bailar desde chiquita, y a Charly Morales, que tal vez ya no
recuerde aquel día en que nos llevamos de la biblioteca de mi mamá el cassette
por los 25 años de la orquesta, y casi lo gastamos de tanto ponerlo en la
beca.
Después de aquellas cinco, seis o siete canciones, no les
puedo decir porque ni las conté mientras bailaba –o lo intentaba-, y cuando
esperaba ver un documental sobre un músico brasileño llamado Donjovio, o de un realizador
brasileño sobre Bon Jovi como parecía
que podía suceder según mis “fuentes informativas” (ya sé, cuál de las dos más absurdas), me sorprendí
sorprendiéndome y pensando que ya era demasiado bueno para una sola noche que
hubieran decidido poner, además, un documental sobre Silvio, así lo hubiera
hecho un español desconocido.
Y entonces, sí, empezó el nudo central de esta noche
cinematográfica, con Nico García, a quien nunca podré agradecerle lo suficiente
que haya puesto en la pantalla a mi Silvio Rodríguez, a ese que de
tanto oír y leer en su discografía -toda la que ha caído en mis manos y cerca
de mis oídos-, siempre imaginé que existía detrás del retrato del poeta
malhumorado y hasta pesado que se había quedado grabado en mi memoria de
tiempos anteriores, sabe Dios por qué razones. En lugar de aquel cierto
cantante que se molestaba cuando en sus conciertos la gente coreaba sus
canciones y mandaba a callar a la multitud, me encontré frente a frente con un personaje
dulce e inquieto, simpático, expresivo y carismático, la más pura personificación
del narrador de cuentos que siempre anduvo por algún lugar de mis recuerdos
infantiles. Y nota tras nota, desde La Era,
El Elegido, Ojalá, El Necio, El Mayor fui creciendo con él a través de su
experiencia en la Revolución y en el amor, recorriendo el camino de los barrios
y reconociendo a los amigos que aparecieron “robando cámaras”, y también di una
canción de regalo, porque quise y porque sé que Silvio me dejaría. Y otra vez
aquella sensación, aquel anhelo de ver a mis silviófilos favoritos, mi mamá
(Felisa Muñoz), mi tía Any (Ana Margarita Rodríguez), Dayanet Torrent y Rodolfo
Romero, con quienes me hubiera gustado compartir todas y cada una de las
canciones que, milagrosamente, sobrevivieron a mi acompañamiento musical.
El epílogo se lo dejo de obsequio a mis amigos cineastas
(Maykel Rodríguez Ponjuán, Pedro Enrique Moya, Erick Coll) o al mismo Subiela, que
viene que ni pintado para una de esas películas argentinas al estilo de Nueces para el amor o El lado oscuro del corazón, porque
incluyó desde una conversación telefónica de tres minutos y veinte segundos
–disculpen la exactitud, el responsable ¡es mi celular! - con un amigo medio
loco que me ha vuelto la vida al derecho; minutos que resultaron insuficientes
para contarle del documental, y de aquella reflexión final de Silvio que se me
quedó grabada casi textualmente y algún día le diré; hasta una decisión impredecible y loca de ir a
buscar una 195 que eligió pasar ese día veinte minutos más temprano y me tuvo
hasta las 2 de la madrugada esperando en El Quijote; para terminar con una
conversación colectiva de casi dos horas que bien podría competir con ese
mágico realismo de Carpentier, pues comenzó haciendo un recuento comentado del
transporte público en varias ciudades del mundo, La Habana, Buenos Aires,
México, Madrid, siguió sus derroteros hacia los servicios de recogida, hizo una
pequeña pausa en las nuevas normas aduanales (¿o aduaneras?) y terminó haciendo
un análisis del alumbrado público guanabacoense, más específicamente en el
Chibás, Santo Domingo, El Roble y El Mambí. En eso vino la guagua. Media hora
después (eso tienen de bueno los viajes de madrugada, prácticamente no demoran)
llegué a mi casa, y les puedo jurar que dormí como hacía mucho tiempo no lo
hacía.
Qué les puedo decir, fue una noche perfecta, desde el
comienzo hasta las 6 y 35 de esta mañana en que mi primo me despertó con su
llamada para confirmarme que había recibido un mensaje que le había enviado… a
las siete de la tarde del día anterior.
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