Tengo un amigo que colecciona mujeres, mejor dicho, colecciona fotografías de muchachas hermosas. Simplemente no puede evitarlo, se siente tan atraído por ellas que en ocasiones basta un rostro simétrico, una mirada atrevida, un gesto indescifrable, o el misterio que probablemente se esconda detrás de aquel flequillo, para que la imagen pase a formar parte de una colección envidiable que no hace distingos entre el color de la piel, los ojos o el cabello. El único requerimiento –me comentó un día- es que reflejen la más pura autenticidad.
Mi
amigo también recolecta historias. Las
busca en la calle, en las paradas de los ómnibus, en los pasillos de la
facultad. Me cuenta que a veces siente
que son ellas las que lo buscan, él sólo mantiene la ventana de la sensibilidad
bien abierta para dejar pasar esos momentos que merecen ser contados. No sé
cómo se las arregla, de verdad, pero he llegado a verlo casi como un Indiana
Jones moderno que se empeña en encontrar escenas personales con visos de
universalidad que muchos pasamos por alto.
El
otro día le vi brillar los ojos con esa expresión que ya empiezo a conocer, sí,
aquella que pone cuando encuentra algo o alguien que le "toca" –con
variaciones, claro. Era una imagen antigua que guardo entre mis archivos. Una
imagen antigua de una muchacha que evita al fotógrafo mientras sacude el pelo
para enviar –sobre todo a mi amigo- una señal de atracción, magnetismo y
curiosidad, todo a un tiempo. Y vi entonces la oportunidad de hacerle un regalo
doble: una foto y dos historias. Porque esa joven que no mira, tiene un nombre
y un pasado –que en ese momento era presente- y fue protagonista en los sueños
de un hombre -por entonces casi un niño- a quien nos cuesta imaginar desbordado
por los sentimientos a veces contradictorios e inexplicables de los primeros
amores: el Che.
La
muchacha de la foto es Carmen Chichina
Ferreyra; las historias las escribe el Che, o para ser más específicos, un jovencísimo
Ernesto Guevara de la Serna, soñador de
lejanos horizontes y disector de dogmas, como se autocalificara en esa
época. Solo espero que a mi amigo le gusten:
Paréntesis amoroso
En realidad escapa a la intención de estas notas narrar los días
de Miramar donde Comeback encontró un nuevo hogar, hacia uno de cuyos integrantes era
dirigido el intencionado nombre y el viaje quedó girando en un remanso,
indeciso, supeditándolo todo a la palabra que consintiera y amarrara.
Alberto veía el peligro y ya se imaginaba solitario por los caminos
de América, pero no levantaba la voz. La puja era entre ella y yo. Por un
momento resonaron en mis oídos los versos de Otero Silva, al irme, creía,
victorioso:
Yo escuchaba chapotear en el barro
los pies descalzos
y presentía los
rostros anochecidos de hambre.
Mi corazón fue un péndulo entre ella y la calle,
y no sé con qué fuerza me libré de sus ojos
me zafé de sus brazos.
Ella quedó nublando de lágrimas su angustia
tras de la lluvia y el cristal
Pero incapaz para gritarme: ¡Espérame,
yo me marcho contigo!
Después dudé que la astilla tenga derecho a decir: vencí, cuando la
resaca la arroja a la playa donde ella quería llegar, pero eso fue después.
Después no interesa al presente. Los dos días programados se estiraron como
goma hasta hacerse ocho, y con el sabor agridulce de la despedida mezclándose a
mi inveterada halitosis me sentí llevar definitivamente por aires de aventuras hacia
mundos que se me antojaban más extraños de lo que fueron, con situaciones que
imaginaba mucho más normales de lo que resultaron.
Recuerdo un día en que el amigo mar decidió salir en mi defensa y
sacarme del limbo en que cursaba. La playa estaba solitaria y un viento frío
soplaba hacia la tierra. Mi cabeza estaba en el regazo que me sujetaba a esas
tierras. Todo el universo flotaba rítmico obedeciendo los impulsos de mi voz
interior; mi cabeza era mecida por todo lo circundante. De pronto, un soplo más
potente trajo distinta la voz del mar: levanté la cabeza sobresaltado, no era
nada, sólo una falsa alarma; apoyé de nuevo mis sueños en el regazo acariciador
cuando volvía a oír de nuevo la advertencia del mar.
Su enorme disritmia martilleaba mi castillo y amenazaba su imponente
serenidad. Sentimos frío y nos fuimos tierra adentro huyendo de la presencia
turbadora que se negaba a dejarme. Sobre una corta porción de playa, el mar caracoleaba
indiferente a su ley sempiterna y de allí nacía la nota turbadora, el aviso
indignado.
Pero un hombre enamorado (Alberto aplica un adjetivo más suculento
y menos literario), no está en condiciones de escuchar llamados de esta
naturaleza; en el enorme vientre del Buick siguió construyéndose mi universo
basado en un lado burgués.
El punto uno del decálogo del buen raidista dice así: 1) Un raid
tiene dos puntas. El punto donde se empieza y el punto donde se acaba; si tu
intención es hacer coincidir el segundo punto teórico con el real no repares en
los medios (como el raid es un espacio virtual que acaba donde acaba, hay
tantos medios como posibilidades de que se termine, es decir, los medios son
infinitos).
Yo me acordaba de la recomendación de Alberto: “la pulsera o no
sos quien sos”.
Sus manos se perdían en el hueco de las mías.
—Chichina, esta pulsera… ¿si me acompañara en todo el viaje como
un guía y un recuerdo?
¡Pobre! Yo sé que no pesó el oro, pese a lo que digan: sus dedos trataban
de palpar el cariño que me llevara a reclamar los kilates que reclamaba. Eso,
al menos, pienso honestamente yo. Alberto dice (con cierta picardía, me
parece), que no se necesita tener dedos muy sensibles para palpar la densidad
29 de mi cariño.
y ya siento flotar mi gran raíz libre y desnuda... y
Estábamos en la cocina de la cárcel al abrigo de la tempestad que afuera
se descargaba con toda furia. Yo leía y releía la increíble carta. Así, de
golpe, todos los sueños de retorno condicionados a los ojos que me vieran
partir de Miramar se derrumbaban, tan sin razón, al parecer. Un cansancio
enorme se apoderaba de mí y como entre
sueños escuchaba la alegre conversación de un preso trotamundos que hilvanaba
mil extraños brebajes exóticos, amparado en la ignorancia que lo rodeaba. Oía
su palabra cálida y simpática mientras los rostros de los circundantes se
inclinaban para escuchar mejor la revelación, veía como a través de una distante
bruma la afirmación de un médico americano que habíamos conocido allí, en
Bariloche: “Ustedes llegarán donde se propongan, tienen pasta. Pero me parece
que se quedarán en México. Es un país maravilloso.”
De pronto me sorprendí a mí mismo volando con el marinero hacia
lejanos países, ajeno a lo que debía ser mi drama actual. Me invadió una
profunda desazón: es que ni siquiera eso era capaz de sentir. Empecé a temer
por mi mismo e inicié una carta llorona, pero no podía, era inútil insistir.
En la penumbra que nos rodeaba revoloteaban figuras fantasmagóricas
pero “ella” no quería venir. Yo creí quererla hasta ese momento en que se
reveló mi falta de sentimientos, debía reconquistarla con el pensamiento. Debía
luchar por ella, ella era mía, era mía, era m... me dormí.
Un sol tibio alumbraba el nuevo día, el de la partida, la despedida
del suelo argentino. Cargar la moto en la Modesta
Victoria no fue tarea fácil pero con paciencia se
llevó a cabo. Y bajarla también fue difícil por cierto. Sin embargo, ya
estábamos en ese minúsculo paraje del lago, llamado pomposamente Puerto Blest.
Unos kilómetros de camino, tres o cuatro a la sumo y otra vez
agua, ahora, en las de una laguna de un verde sucio, laguna Frías, navegamos un
rato, para llegar, finalmente, a la aduana y luego al puesto chileno del otro
lado de la cordillera, muy disminuida en su altura en estas latitudes. Allí nos
topamos con un nuevo lago alimentado por las aguas del río Tronador, que nace
en el imponente volcán del mismo nombre. Dicho lago, el Esmeralda, ofrece, en contraste
con los argentinos, unas aguas templadas que hacen agradable la tarea de tomar
un baño, muy sentador, por otra parte, a nuestras interioridades personales.
Sobre la cordillera, en un lugar llamado Casa Pangue, hay un mirador que
permite abarcar un lindo panorama del suelo chileno, es una especie de
encrucijada, por lo menos para mí lo era en ese momento. Ahora miraba el
futuro, la estrecha faja chilena y lo que viera luego, musitando los versos del
epígrafe.
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