Durante años he intentado imaginar a aquella chiquilla regordeta de casi 15 años que mira al océano Atlántico desde la baranda del Marqués de Comillas, el gigantesco barco –como recordaría luego- que se había convertido en su casa temporal durante los últimos tres meses que se sucedieron desde que saliera del puerto de Santander. En algunas ocasiones he logrado crear la imagen de esa muchachita de largas trenzas negras y ojos de un gris inusual que no pueden disimular la tristeza contenida mientras ríe de las travesuras de sus dos hermanitos.
Aunque logro mirar a la cubierta del buque como si estuviera ante una de esas películas norteamericanas de los años 30, siempre persiste el sabor amargo de saber que me quedo en la superficie, en el exterior que nos oculta sabe Dios qué cosas. Son tantas las emociones que aparecen en ráfaga, que me cuesta enumerarlas y –lo más difícil- explicarlas.
Porque no puedo regresar sobre esta escena si no es desde el
futuro de esa gordita que llegó al
puerto de La Habana cargando sobre sus espaldas la experiencia de tres o cuatro
años de guerra civil en la aldea asturiana adonde la habían enviado tiempo antes.
¿Tal vez pensaba o trataba de olvidar el dolor de la muerte del padre, la
responsabilidad de saberse lo más cercano a una madre que podían tener sus dos hermanos
pequeños? ¿Qué esperaba de esa ciudad que se dibujaba a lo lejos y en teoría
era suya, pero constituía una incógnita tan grande como lo que quedaba atrás?
¿Cuál fue el saldo de ese sentirse no solo extranjera sino extraña en medio de
una parentela que se veía también afectada por el gran terremoto que representó
el proyecto y frustración mortal de la República española?, todo eso podía
pasarle por la mente –o tal vez no- a esa niña que sobrevivió aquello sin
portar más huellas visibles que las marcas dejadas por la vacunación exigida a
la entrada de la aduana habanera.
Bueno, esas eran las externas, de las interiores es difícil
hablar, solo puede una especular, y arriesgar y hasta inventar una explicación
que “pegue”, porque ¿cuántas preguntas pueden responderse después de tantos
años, si aquella muchacha de hermosas trenzas que luego se convirtió en mi
abuela ya no está para contarme su historia?
Siempre intuí, de alguna manera inexplicable, que mi mame, como nos hacían llamarla, era
diferente de las otras abuelas y hasta de mi abuela Piquica, la mamá de mi
papá. Desde la pronunciación zetázea
–disculpen el disparate ortográfico- que tan simpática le parecía a los
chiquillos del barrio para quienes era una gracia oírle decir que en su pueblo,
allá en España, se comía chorizo, zalame, zalchicha…, su
pasión por la sopa de ajo, las danzas acompañadas del malabarismo hipnótico de
las castañuelas, hasta aquella canción de cuna medio macabra con la que nos
adormecía a todos los nietos y que nosotros, como buenos herederos, hemos
mantenido y empleamos ahora con sus bisnietas, las pobres. Esas fueron algunas
de las pistas iniciales que me hicieron sospechar desde chiquita que tenía una
abuela peculiar, pero eran las menos importantes. Las “de verdad” fui
conociéndolas y acumulándolas luego, a medida que crecía y oía los cuentos
dispersos de boca de mi mamá y mis tíos.
Con el correr de los años fui comprendiendo que lo que hacía
especial a mi abuela no eran las costumbres asturianas que quiso mantener vivas
en la familia, como un cuento lejano, ni el gusto “exótico” por los frutos
secos en Fin de Año, o las combinaciones de sabores un poco raros con las que
de vez en cuando alegraba el menú de nuestra infancia. Única mujer entre siete
hermanos que luego de la muerte del padre fueron educados por la voluntad y
disciplina férrea de mamá Ángela
–como le decíamos a mi bisabuela-, mame
parecía un personaje de otro mundo, incongruente con su época.
Qué otra cosa puede una pensar de una muchacha que supo
defender e imponerse –a veces con éxito, otras no tanto- a la voluntad de seis hermanos
machistas que la vieron siempre como una mezcla de madre y colegiala que debía
seguir sus opiniones y directrices, tan solo por el hecho de ser “los hombres
de la casa”. De alguien que, sobreponiéndose a las convenciones mojigatas de la
clase media baja –con ínfulas de llegar a más- en el círculo de emigrados
españoles de Guanabacoa, se enamoró y defendió el amor de aquel villareño
descendiente de chinos mambises, portador de un legado de valentía y dignidad…
pero nada más. ¿Increíble, verdad? Como en esas historias donde la Damita de sociedad huye de los esquemas
asfixiantes para vivir su vida a lo largo y lo ancho… salvando las distancias,
claro, porque mi abuela no era de alta sociedad, pero solo por eso.
De tantas veces que he hecho que mi mamá la repita, casi
puedo entrar a la sala ese día de
1950 y ser parte de aquella escena tensa en la que mi jovencísima abuela, en
medio del consejo familiar conformado por la madre y los hermanos, que pensaban
casarla con el hijo de los dueños del cine Carral
y el tostadero Regil, dejó caer dos
noticias fulminantes, de efecto tan devastador como las bombas nucleares. La
primera fue el ultimátum, pronunciado con todas sus letras y entonaciones: o la
dejaban casarse con el Chino –como le
decían al que terminaría convirtiéndose en mi abuelo y acabaría con la herencia
de los ojos azules asturianos- o se fugaba con él; y la segunda, que estaba
embarazada de algunos meses, hecho consumado e irreversible. Sólo puedo
arriesgar a imaginar el silencio de muerte y las miradas acusadoras que tuvo que
aguantar mi mame, o -conociendo como
conozco a mi familia y el mal carácter de algunos de los tíos de mi mamá-,
callar pacientemente pero sin vacilar, mientras la habitación se convertía en
un hervidero de voces y amenazas contra la vida del joven “culpable”. Con esa
decisión mi abuela nos dio a sus descendientes, primero, la posibilidad de
existir, y segundo, la lección de diferenciar entre lo esencial y lo aparente,
de luchar siempre, contra viento y marea, por lo que se quiere y en lo que se
cree. Una lección que hemos olvidado a veces con demasiada frecuencia mis
primos y yo.
Lo extraordinario es que esto fue solo una muestra de la
capacidad de reinventarse de esa muchacha de ojos grises que un día, tan pronto
pudo, cortó sus largas trenzas como expresión de rebelión contra las cadenas
que imponían lo que debía ser una mujer para ser considerada atractiva… y nunca
más, ninguna de las mujeres que nacieron en la familia llegamos a tener el pelo
largo, para fastidio secreto de mi abuelo que lo ocultaba muy bien, porque
entendía que en esa mujer valiente que lo eligió se había materializado el
milagro que le alegraría la vida hasta su muerte en 1991.
Mi mame murió
pocos años después, el 12 enero de 1995, casi un mes antes de que naciera mi
hermanito –que ya no es tan chiquito con 18 años encima-, cuando yo era una
chiquilla a punto de cumplir 14 años. No tuve mucho tiempo para hacerle algunas
de aquellas preguntas indiscretas que tanto me gustaba hacerle a mi abuela Piquica, mientras me entrenaba para mi
oficio de historiadora – ¿o de chismosa?-; pero si alguien, siguiendo aquella
canción de Silvio, me pregunta por las mujeres que me han estremecido en la
vida, sin dudas pondría entre los primeros lugares a esta muchacha regordeta
que volvió un día de la guerra civil y supo sacar fuerzas de donde tal vez no
había para ver la vida desde aquella perspectiva particular que se convirtió en
su brújula personal, ajena a convencionalismos, formalidades y
estereotipos.
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